La escritura
es un animal salvaje imposible de domesticar y si la amas, debes dejarla libre
y conjurarla cada día con sudor y lágrimas, con pico y pala. Quizá, consigas
que te regale alguna de sus destellos fugaces. Quizá, después de pulir esa
pequeña mota de polvo estelar, de retirar cada capa de afectación e impurezas,
quizá… brillará.
La
escritura es un espejo traicionero que te devuelve una imagen contaminada por
tus más oscuros deseos. Esos que no muestras a nadie, los que ni siquiera te
atreves a pronunciar por si acaso se esfuman, por si acaso se hacen realidad.
La
escritura, la verdadera, la que sale de los rincones más oscuros de tus
humedades, no entiende de extravagantes circunloquios, de exquisitas metáforas,
de giros mortales en el aire. Solo entiende de autenticidad y exige su tributo,
un sacrificio de desnudez, un compromiso absoluto con tus miedos más profundos,
con el fango.
Quien
ama la escritura debe aprender a amar sus propios defectos y encarar cada día
la hoja en blanco. No valen las medias tintas ni la blandura de carácter.
Olvidar la meta y las promesas vacías, las lisonjas y los «me gusta» por un epíteto
afortunado, por una frase ñoña disfrazada de poema. Respirar, sufrir, escuchar
cada minuto del día a tus personajes volando libre por entre tus neuronas y
construir de la nada un castillo de naipes.
Quien
ama la escritura debe creerse merecedora de sus dones, aniquilar a la impostora
siempre que levante la cabeza, enfrentarse al espejo y pronunciar por tres
veces las palabras en voz alta para romper el hechizo de la bruja malvada: soy
escritora, soy escritora, soy escritora.
Soy
escritora y no pretendo domesticar a la bestia, si no dejarme devorar.
Yolanda Fuertes
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