miércoles, 3 de octubre de 2018

Agua de #Otoño

Llueve...


Arrastro los pies como un autómata, un paso tras otro. Cada día, cada semana, cada lustro…

la misma idiosincrasia.

El repiqueteo en mi capucha revuelve mis pensamientos, y no quiero. Ahora no. ¡Dejadme!

No quiero pensar en nada.


Llueve...


¿Por qué salí de casa? Ya me acuerdo, necesito respirar.  Me ahogo, en un fango viscoso de mediocridad y sueños rotos.

Sueños que me martillean el cráneo, me acosan y me señalan con el dedo. ¿qué me queréis ahora? Ya no tengo edad ni tiempo para bailar con vosotros.


Llueve...


Piso las hojas, sin saber dónde voy. Edificios grises, aceras grises, caras grises pasan a cámara lenta ante mis ojos.


Cada vez me cuesta más moverme, no soporto el peso de mis hombros. Llevo tantas mujeres a cuestas, que apenas me reconozco.


La niña obediente, la adolescente dócil, la joven sensata, la estudiante modelo, la trabajadora implacable, la madre abnegada, la amante ardiente, la esposa disponible, la nuera comprensiva, la maldita mujer perfecta, con grilletes de piedra y lágrimas en las ojeras.

Ya no me encuentro, y cada vez que me vislumbro vuelvo a encadenarme, porque me duelo demasiado, porque me veo tan lejos que me canso sólo de pensarme.


Mis sueños me siguen de lejos. Perros apaleados, que por más piedras que les arroje, insisten en rondarme y recordarme quién soy, aunque me duela verme en los espejos.


Llueve...


Estoy parada. He metido el pie en un charco.

Estoy calada. Al fin siento algo.


Sobre el fondo borroso y gris, me atrae una fachada de color, un escaparate de aventuras nuevas e ilusiones y un cartel pegado al cristal justo a la altura de mis ojos.

 "Taller de escritura, se admiten sueños rotos."


En el charco dejé nadando a las mujeres de mi vida.

Con paso más ligero y mis perros apaleados, saludé a Manuela Bravo y entré a la librería.

Yolanda Fuertes

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