Bernard vuela a lomos de su
bicicleta, sobre los adoquines de la Rue
Mouffetard. De su cesta se eleva el dulce aroma de las tartitas de merengue
que tan primorosamente ha envuelto para regalo madame Bellrose.
—Sujétalas bien a la bicicleta —dijo
como siempre tan maternal—. Ya sabes que son muy delicadas. ¡Y ten cuidado con
ese trasto del demonio! Bernard la
despidió esta mañana con un beso mientras robaba de la cesta del mostrador uno
de sus famosos croissants recién hechos, sin duda los mejores de todo París.
Deja atrás la tienda de quesos de
su amigo Dominique, quien agita el brazo en el aire —¡Corre chaval! ¡Llegas
tarde hoy!
Al llegar a la plaza, y a pesar
de las prisas, para junto al Café Delmás,
y le pide a Monsieur Chevalieur que le eche un ojo a la bicicleta, quien acepta
de buen grado. Cruza hacia la fuente, junto a la cual, Zaz canta acompañada por
el contrabajo y el guitarra, como cada domingo. No se cansaba de escuchar
esa voz, poderosa y sensual. De mirar su rostro, embriagado por la música, sus
enormes y oscuros ojos cerrados con tanta pasión. A lo lejos suenan las
campanas anunciando las doce y como accionado por un resorte se pone en marcha
de nuevo, dejando caer una moneda en el maletín de terciopelo rojo. Zaz le
despide con una sonrisa mientras él dirige sus pasos de nuevo al viejo café,
donde Chevalieur le espera con esa vieja mirada pícara y resabiada.
—¿Cuándo te vas a atrever a
pedirle una cita a la muchacha? No va a esperar eternamente —dijo, mientras Bernard
suspira montando de nuevo, con la mirada perdida más allá de la fuente.
—Cuando llegue el momento Monsieur Chevalieur,
cuando llegue el momento.
Enseguida
coge velocidad de nuevo, calle abajo, sorteando con pericia los transeúntes que
abarrotan a esa hora los puestos del mercado. —¡Adiós Monsieur Bubois!—. Entre
las naranjas una mano vigorosa le devuelve el saludo.
Al fin llega al viejo edificio,
cuya fachada se funde con las ruinas de la muralla. Con el pequeño paquete de
celofán en las manos, sube los peldaños de dos en dos, aspirando el olor a
humedad y tiempo perdido. Su padre abre la puerta, como siempre con una sonrisa
e ilusión en los ojos.
—¿Dónde está mamá?
Su brazo tembloroso y cansado le
señala la ventana. La anciana tiene la mirada perdida en algún lugar de su
memoria. Con la cabeza recostada en la butaca, sonríe al mundo a través del
cristal. Bernard acaricia su mejilla, y ella vuelve el rostro agradecida por el
tibio gesto de amor.
—¿Quién eres?
A pesar de que ya espera la
pregunta, Bernard no puede evitar la punzada de tristeza en el pecho. La rabia que
blanquea sus nudillos. El nudo que ahoga su voz, silenciando las palabras que
martillean sus pensamientos, no es justo…
—Soy Bernard, tu hijo. Mira, son
tus favoritos, de merengue y virutas de chocolate, de Madame Bellrose.
Su madre toma uno con sumo cuidado, y los ojos
se le iluminan como los de una chiquilla que acaba de encontrar un gran tesoro.
Vuelve la mirada a la ventana, y saborea su pastel entusiasmada.
—No me canso de mirarla —murmuró
más para sí misma, que para el mundo exterior—. ¿no te parece preciosa la Torre
Eiffel? Qué suerte tengo de poder verla desde aquí. Dime ¿no te parece
preciosa?
Bernard mira con fingida atención
a través de la ventana. Observa con detenimiento el edificio de apartamentos
que construyeron hace ya unos cuantos años y que tapaba por completo las vistas.
Nunca había oído a su madre maldecir tanto, de hecho, puede que nunca la
hubiera oído maldecir en absoluto hasta el fatídico día en que empezaron las
obras. Su padre apareció un día en casa con un enorme póster de la Torre Eiffel,
y lo pegó en el cristal del ventanal, donde estuvo durante mucho tiempo,
presidiendo la sala. Contempla la cola de parisinos que, con infinita paciencia y
cara de hastío, aguardaban a las puertas de la oficina de correos. Y el
restaurante hindú, que abrió hace poco en la esquina.
—Sí mamá, es preciosa, mírala
allí a lo lejos. Hace mucho que no vamos a visitarla. Iremos pronto, en cuanto empiece
el buen tiempo —responde mientras limpia con delicadeza un rastro de merengue
de la comisura de los labios de su madre, con un gesto del dedo pulgar, que
acaba de nuevo en una leve caricia de la mejilla.
Ella posa con ternura su mano sobre la de su hijo y por un momento cruza por su mirada una chispa, un
destello de inconmensurable amor hacia el joven que tiene delante. Por un
instante volvió la enérgica mujer que luchó toda su vida por salir adelante, la
que le contagió el amor por los libros, el arte y los pasteles de Madame
Bellrose. Un efímero soplo de lucidez que se desvaneció de nuevo en la bruma de
sus pensamientos.
—¿Quién eres?
Yolanda Fuertes