
Las mañanas de Domingo tienen un ritmo diferente en invierno.
Cadencia lánguida, y metódica lentitud.
El gran ventanal de la sala deja pasar una luz plomiza y pesada, que apenas es suficiente para convencernos de que ha amanecido ya. Un viento gélido maltrata las ramas desnudas y proyecta las gotas de una fina lluvia, contra el cristal. El repiqueteo anárquico mece mi consciencia, que se rinde sin oponer resistencia.
- Deberías aprovechar ahora que están entretenidos jugando en su habitación, no sabemos lo que durará.
Su voz, masculina y cariñosa, me saca del trance. Es cierto,
la calma siempre precede a la tempestad, pero no puedo abandonarme al placer
así sin más. Necesito saborearlo despacio, dotar al momento de cierta
solemnidad. Suspirar mientras me acomodo en el rincón del sofá. Mi rincón,
personal e intransferible. Clavé allí mi bandera el primer día, “derechos de
veteranía” le digo al mayor cada vez que le hecho de allí. El chaise longue ya ha adoptado mi forma y
no responde a la de nadie más. El tacto de la manta de terciopelo morado me
trae a Ana a la memoria, fue un gran regalo. El peso del libro abierto sobre
mis piernas me anticipa horas de evasión. El libro electrónico ha sido toda una
revolución en mi adicción lectora, pero no hay nada como la tapa dura y el olor
del papel.

Ese olor…, el leve crujido al paso de las hojas, terciopelo, repiqueteo, un pijama suave una mañana de invierno, el murmullo de voces infantiles lejos, muy lejos ya…
Y si el libro está por estrenar, vuelvo a tener fe en el
universo.
Yolanda Fuertes
Yolanda Fuertes